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En España, por desgracia, la
situación es inversa. El daño no está tanto en la política como en la sociedad
misma, en el corazón y en la cabeza de casi todos los españoles. ¿Y en qué
consiste esta enfermedad? Se oye hablar a menudo de la “inmoralidad pública”, y
se entiende por ella la falta de justicia en los tribunales, la simonía en los
empleos, el latrocinio en los negocios que dependen del Poder público. Prensa y
Parlamento dirigen la atención de los ciudadanos hacia esos delitos como a la
causa de nuestra progresiva descomposición. Yo no dudo que padezcamos una
abundante dosis de “inmoralidad pública”; pero al mismo tiempo creo que un
pueblo sin otra enfermedad más honda que ésa podría pervivir y aun engrosar.
Nadie que haya deslizado la vista por la historia universal puede desconocer
esto: si se quiere un ejemplo escandaloso y nada remoto, ahí está la historia
de los Estados Unidos durante los últimos cincuenta años. A lo largo de ellos
ha corrido por la vida norteamericana un Misisipi de “inmoralidad pública”. Sin
embargo, la nación ha crecido gigantescamente, y las estrellas de la Unión son
hoy una de las mayores constelaciones del firmamento internacional. Podrá
irritar nuestra conciencia ética el hecho escandaloso de que esas formas de
“inmoralidad” no aniquilen a un pueblo, antes bien, coincidan con su
encumbramiento; pero mientras nos irritamos, la realidad sigue produciéndose
según ella es y no según nosotros pensamos que debía ser.
La enfermedad española es, por
malaventura, más grave que la susodicha “inmoralidad pública”. Peor que tener
una enfermedad es ser una enfermedad. Que una sociedad sea inmoral, tenga o
contenga inmoralidad, es grave; pero que una sociedad no sea una sociedad, es
mucho más grave. Pues bien: éste es nuestro caso. La sociedad española se está
disociando desde hace largo tiempo porque tiene infeccionada la raíz misma de
la actividad socializadora.
El hecho primario social no es la
mera reunión de unos cuantos hombres, sino la articulación que en ese
ayuntamiento se produce inmediatamente. El hecho primario social es la
organización en dirigidos y directores de un montón humano. Esto supone en unos
cierta capacidad para dirigir; en otros, cierta facilidad íntima para dejarse
dirigir. En suma: donde no hay una minoría que actúa sobre una masa colectiva,
y una masa que sabe aceptar el influjo de una minoría, no hay sociedad, o se
está muy cerca de que no la haya.
Ortega
y Gasset: España invertebrada.