La cultura
moderna consiste en estar sentado, en mirar, en teclear y callar. El
pensamiento ya no es una fuente de creación ni de rebeldía. Frente a nuestros
ojos discurre ahora una cinta perenne de imágenes, cada una más excitante que
la anterior, más directa, más luminosa. Prácticamente el cerebro humano se ha
convertirlo en un recipiente de iconos, de rostros, sexos, muñecos, envases,
marcas, paneles, pornos, carátulas, solapas, videojuegos, e-mails, telediarios
que hacen rodar las tragedias por la pantalla como esa nube de algodón
azucarado que venden en las ferias y que duran solo un minuto en poder de los
niños. Los carteles de espectáculos pegados a una tapia estaban visibles al
menos una mañana entera antes de que los tapara otro reclamo, pero hoy la noria
de luces superpuestas es instantánea y convulsiva cuyo vértigo constituye ya la
sustancia de la mente. Los jóvenes hoy se alimentan de imágenes. Lo que no se
ve, no existe. El pensamiento clásico ha quedado en manos de algunos taxistas
cabreados con un mondadientes en la boca y de sus discípulos predilectos, que
son algunos articulistas, intelectuales y analistas obsesionados con las zanjas
del Ayuntamiento, con el ruido callejero y con la dificultad para aparcar. La
crisis de la existencia ha sido reducida a un malhumor municipal, en esa charca
ha sido ahogado Schopenhauer. Luego están los moralistas sin sentido del humor
y los políticos gafes que se han visto obligados por la cultura de la imagen a
teñirse el pelo y a trasquilarse las ojeras. Con un dedo firme señalan el
camino, con palabras podridas por la halitosis te dan lecciones, pero nada es
válido ya sin la alegría superficial y gentil del facebook, nada es real sin
las imágenes que se devoran unas a otras bajo el relámpago de magnesio sobre
una infinita alfombra roja que va rolando por las esferas e introduce a los
héroes del momento en nuestra cocina, en el comedor, en el cuarto de baño, en
el dormitorio y los ahoga en las dos mejillas de la almohada donde se confunden
con el sueño o el insomnio. Somos seis mil millones de humanidad. La mitad está
sentada mirando cómo la otra mitad hace el payaso. Y así sucesivamente se va
llenado el desván de nuestro cerebro de iconos. Mirar, callar y teclear, de
todo, de nada.
Iconos, Manuel Vicent, El País, 23/01/2011
Ricos felices en verdad eran aquellos que antaño vivían dentro de un
capullo de oro como gusanos de seda y al final se volvían crisálidas. Yo tenía
una amiga de esta especie, que fue la primera en hablar gangoso. Un día paseaba
con ella y su Lulú por Recoletos y un mendigo se acercó a pedirnos
limosna. Cuando mi amiga vio que aquel ser tendía la mano hacia ella se precipitó
espantada a rescatar a su mascota. “¿Qué le pasa a este señor?”, exclamó refugiándose
en mis brazos. “Tranquila, solo es un pobre”, le dije. Recién salida de su
capullo era al primer pobre que veía de cerca. Ricos felices eran aquellos que
ignoraban que en el mundo existía la pobreza y bailaban, bebían, viajaban,
flotaban sobre la armonía de los números. Los padres de mi amiga, aristócratas
punta de rama, que entre ellos se hablaban siempre en inglés, tenían una finca
de cinco mil hectáreas donde había encinas que, al no haberse podado por pura
desidia desde el siglo XXIII, se habían convertido en catedrales de sombra. Un
día mi amiga se extravió entre los múltiples cerros de su propiedad y no
acertaba a volver al cortijo. Se encontró con uno de los jornaleros, a quien
suplicó: “Campesino, where is my house?, dígame dónde está mi casa”. Era una de
esas crisálidas, que parecía haberse escapado de un cuaderno de Proust. Hace
mucho que ese tiempo ha muerto. Hoy ser rico y exhibir de forma impúdica la
riqueza se ha convertido en un deporte de alto riesgo. Los pobres forman ya un
mar tempestuoso que bate contra el acantilado de la política y ha obligado a
los ricos a hacerse invisibles, refugiados en sus blindadas madrigueras. Si en
el fondo el Estado no es más que una organización cada día más compleja, cara y
neurótica para impedir que los pobres maten a los ricos, hoy ser un político en
medio de la miseria es la última forma de vivir peligrosamente. Aquel capullo
de oro se ha vuelto un puerco espín erizado de metralletas. Alrededor de la
isla de los ricos hay un abismo lleno de cuerpos naufragados y el mar no olvida
ninguno de sus nombres. Ya no es posible navegar esas aguas mortales con el
antiguo placer de un anuncio de Martini. Por otra parte, aquella amiga mía, que
se había convertido en crisálida, un día quiso volar y se arrojó a un patio
interior por la ventana.
Los ricos, Manuel Vicent. 26/01/2014. El País.
Cuando alguien
va al teatro, a un concierto o a una fiesta de cualquier índole que sea, si la
fiesta es de su agrado, recuerda inmediatamente y lamenta que las personas que
él quiere no se encuentren allí. «Lo que le gustaría esto a mi hermana, a mi
padre», piensa, y no goza ya del espectáculo sino a través de una leve melancolía.
Ésta es la melancolía que yo siento, no por la gente de mi casa, que sería pequeño
y ruin, sino por todas las criaturas que por falta de medios y por desgracia suya
no gozan del supremo bien de la belleza que es vida y es bondad y es serenidad y
es pasión. Por eso no tengo nunca un libro, porque regalo cuantos compro, que
son infinitos, y por eso estoy aquí honrado y contento de inaugurar esta
biblioteca del pueblo, la primera seguramente en toda la provincia de Granada.
No sólo de pan
vive el hombre. Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle no
pediría un pan; sino que pediría medio pan y un libro. Y yo ataco desde aquí violentamente
a los que solamente hablan de reivindicaciones económicas sin nombrar jamás las
reivindicaciones culturales que es lo que los pueblos piden a gritos. Bien está
que todos los hombres coman, pero que todos los hombres sepan. Que gocen todos
los frutos del espíritu humano porque lo contrario es convertirlos en máquinas
al servicio de Estado, es convertirlos en esclavos de una terrible organización
social.
Yo tengo mucha
más lástima de un hombre que quiere saber y no puede, que de un hambriento.
Porque un hambriento puede calmar su hambre fácilmente con un pedazo de pan o
con unas frutas, pero un hombre que tiene ansia de saber y no tiene medios,
sufre una terrible agonía porque son libros, libros, muchos libros los que necesita
y ¿dónde están esos libros?
¡Libros!
¡Libros! Hace aquí una palabra mágica que equivale a decir: «amor, amor», y que
debían los pueblos pedir como piden pan o como anhelan la lluvia para sus sementeras.
Cuando el insigne escritor ruso Fedor Dostoyevsky, padre de la revolución rusa
mucho más que Lenin, estaba prisionero en la Siberia, alejado del mundo, entre
cuatro paredes y cercado por desoladas llanuras de nieve infinita; y pedía
socorro en carta a su lejana familia, sólo decía: «¡Enviadme libros, libros, muchos
libros para que mi alma no muera!». Tenía frío y no pedía fuego, tenía terrible
sed y no pedía agua: pedía libros, es decir, horizontes, es decir, escaleras para
subir la cumbre del espíritu y del corazón. Porque la agonía física, biológica,
natural, de un cuerpo por hambre, sed o frío, dura poco, muy poco, pero la
agonía del alma insatisfecha dura toda la vida.
Ya ha dicho el
gran Menéndez Pidal, uno de los sabios más verdaderos de Europa, que el lema de
la República debe ser: «Cultura». Cultura porque sólo a través de ella se
pueden resolver los problemas en que hoy se debate el pueblo lleno de fe, pero
falto de luz.
Federico
García Lorca. Discurso de inauguración de la biblioteca de Fuente Vaqueros
(Granada).1931
Siempre la moda fue la moda.
Quiero decir que siempre el mundo fue inclinado a los nuevos usos. Esto lo
lleva de suyo la misma naturaleza. Todo lo viejo fastidia. El tiempo todo lo
destruye. A lo que no quita la vida, quita la gracia... Piensan algunos que la
variación de las modas depende de que sucesivamente se va refinando más el
gusto, o la inventiva de los hombres cada día es más delicada. ¡Notable engaño!
No agrada la moda nueva por mejor, sino por nueva. Aún dije demasiado. No
agrada porque es nueva, sino porque se juzga que lo es, y por lo común se juzga
mal. Los modos de vestir que hoy llamamos nuevos, por la mayor parte son
antiquísimos. [...]
Pero,
aunque en todos tiempos reinó la moda, está sobre muy distinto pie en éste que
en los pasados su imperio. Antes el gusto mandaba en la moda, ahora la moda
manda en el gusto. Ya no se deja un modo de vestir porque fastidia, ni porque
el nuevo parece o más conveniente o más airoso. Aunque aquel sea y parezca
mejor, se deja porque así lo manda la moda. Antes se atendía a la mejoría,
aunque fuese solo imaginada, o, por lo menos, un nuevo uso, por ser nuevo
agradaba y, hecho agradable, se admitía; ahora, aun cuando no agrade, se admite
solo por ser nuevo. Malo sería que fuese tan inconstante el gusto, pero peor es
que, sin interesarse el gusto, haya tanta inconstancia. De suerte que la moda
se ha hecho un dueño tirano y, sobre tirano, importuno, que cada día pone
nuevas leyes para sacar cada día nuevos tributos; pues cada nuevo uso que
introduce es un nuevo impuesto sobre las haciendas. No se trajo cuatro días el
vestido cuando es preciso arrimarle como inútil y, sin estar usado, se ha de
condenar como viejo. Nunca menudearon tanto las modas como ahora, ni con mucho.
(Benito Jerónimo Feijoo, Teatro crítico universal).